[Artículo publicado el 10/06/2021 en el Indicador d’Economia]

Hay un problema en la forma de pensar de muchas organizaciones y es la tendencia a la simplificación de los problemas. La complejidad y la ambigüedad son difíciles de gestionar, medir y, por supuesto, de controlar. De modo que todo lo que se escapa al control del sistema tiende a estar mal visto, poco tolerado y de mala convivencia. Así, se busca y premia un tipo de pensamiento basado en la causa-efecto: todas las causas provocan un efecto. Y al revés, ante un efecto determinado sólo hay que encontrar la causa que lo provoca.

No pasaría nada si no fuera porque la mayoría de problemas importantes no se pueden resolver así. Nuestro mundo está hecho de complejas relaciones, donde cada componente es afectado por muchos otros de diferentes formas y en diferente intensidad.

Un ejemplo muy muy simple que cualquiera pueda entender: una empresa saca un nuevo producto en el mercado y, para este lanzamiento, prepara 10 veces más muestras de producto para repartir gratuitamente. De esta forma aumentará la cobertura inicial hasta multiplicar por 10 esperando un retorno equivalente en ventas.

Pero cualquiera que haya hecho algo así sabrá que es bastante probable que las predicciones no se cumplan. El pensamiento lineal, al que le gusta la simplificación, pensará que por qué no, que es perfectamente posible. Pero pensando en clave de sistema nos daremos cuenta de que hay mil factores internos y externos que interaccionan entre sí para dar el resultado final del lanzamiento. Los competidores, el mercado, la economía general pero también la definición del producto, los estudios de mercado, los puntos de venta elegidos o su embalaje son sólo algunos de los factores que influyen en el resultado final.

El pensamiento lineal cree que el factor A lleva al B, y éste a C. Pero la vida no funciona así, ni de coña. Una empresa no es un conjunto de piezas tipo puzzle, con un mosaico final estático. Se parece más bien a un conjunto de piezas que interaccionan entre sí constantemente y que, de esta interacción, sale un resultado final. Un resultado por supuesto, a menudo imprevisto e incontrolado.

Pero claro, ¿cómo se mide un sistema complejo, imprevisto y con cientos de factores que influyen? La respuesta que han encontrado muchos equipos de marketing es errónea, prestando atención a métricas inútiles, incluso absurdas. Aquella idea de que todo lo que no se mide, no se puede mejorar es genial. Pero se olvidaron de añadir que hay que saber lo que se necesita medir. Porque medir sin sentido es un sin sentido.

Pronto muchos equipos directivos se pondrán a hacer previsiones para el 2022. Casi seguro que todos empezarán por el presupuesto, marcando objetivos de crecimiento a toda costa, por eso o por aquello. Y de aquí, hacia atrás. Poner una cifra en una hoja de cálculo y escribir un conjunto de acciones tipo A provoca B y B, C puede ser tan efectivo como tirar las cartas del tarot. Quizás sería un buen momento para comprender y aceptar que el desempeño del presupuesto puede ser una casualidad, no una causalidad que provoque el efecto deseado.

Y que su resultado no depende del pensamiento lineal y de presionar un poco más sobre determinados indicadores. La métrica que más nos debería importar es la de crear clientes felices, satisfechos. Esta es la función esencial de una empresa. Ni crear valor para el accionista ni la facturación. Esto es una consecuencia de crear clientes satisfechos, que son los que pagan las facturas. Más viejo que ir a pie, sí. Pero intente recordarlo el próximo día que haga las proyecciones para 2022. En lugar de preguntarnos cuánto más se facturará, ¿por qué no nos preguntamos cómo poder tener clientes más satisfechos? El resultado quizá nos sorprenderá.

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