[Artículo publicado el 17/1/22 en el Indicador d’Economia]

Después de casi 100 años de mediocridad en el mundo del ciclismo Gran Bretaña se propuso darle la vuelta a la situación. Y es que en 110 años ningún ciclista inglés había logrado ganar el Tour de Francia. Para conseguirlo contrataron a un nuevo entrenador, Dave Brailsford. Cinco años más tarde, el equipo ciclista de los ingleses dominó las pruebas en Tokyo 2008 donde ganaron el 60% de las medallas. No sólo eso, sino que Bradley Wiggins y Chris Froome han ganado el Tour varias veces después de eso. ¿Qué había pasado? ¿Cuál era el revolucionario, y casi mágico, método que había logrado el milagro? Pues el secreto de la salsa, explicado por el propio Brailsford, está en aislar a todos y cada uno de los pequeños aspectos del ciclismo (¡que son muchísimos, hay que llegar al detalle!) y aplicar mejoras del 1% continuamente. Lo que parece una cifra ridícula termina provocando un cambio radical y determinante. Cualquiera que conozca el efecto del interés compuesto lo entenderá enseguida. 1%, quedémonos con este dato por el momento.

El cambio de año, al igual que el final del verano o el día del cumpleaños, es un momento que muchas personas utilizan para reflexionar sobre el futuro y hacer planes. Planes, objetivos, deseos de cambio y mejora. Si preguntas a cualquier persona qué quiere pedirle al nuevo año casi seguro que la gran mayoría pedirá mejorar algo. Su salud, el cuidado que tiene de su cuerpo, más tiempo con aquellos a los que ama, mejorar su situación profesional o simplemente disfrutar más de la vida. Seguro.

Lo que ya no está tan claro es qué hacer en concreto para conseguirlo. Y es de ahí de donde llora la criatura. Porque es que una cosa es poner un objetivo y otra muy diferente tener claro cómo conseguirlo. Por ejemplo, después del atracón continuo de las últimas semanas seguro que más de uno se ha propuesto ponerse, ahora sí, en forma. Porque claro, no puede ser, bla bla bla. ¿Pero cómo se hace? La solución la sabemos todos: sobre todo comer mejor y hacer deporte. Pero chico, cómo cuesta. Y nos cuesta cambiar porque tenemos los malos hábitos grabados a fuego en nuestro cerebro.

Y es que hay todavía mucha distancia entre aquella realidad que deseamos y cómo formulamos el cambio necesario. Ni que decir tiene que en el terreno profesional nos pasa exactamente lo mismo. El cambio no depende sólo de que se tomen decisiones, sino de que éstas sean debidamente implementadas con el compromiso general imprescindible que conllevan a menudo. Sin embargo todos conocemos ejemplos donde no se han conseguido los resultados por más que se había marcado un objetivo concreto e incluso un detallado plan de acción. Uno de los motivos, sin duda, es la terrible resistencia que tenemos al cambio y cómo nos cuesta cambiar las costumbres, los hábitos, la forma de hacer.

Un hábito no deja de ser algo que repetimos de forma habitual, casi automática y sin prácticamente pensarlo. Lo hacemos continuamente, en todo momento. Y es bueno que así sea, es una forma que tiene nuestro cerebro de ahorrar esfuerzo. Si tuviéramos que responder a la enorme cantidad de estímulos que tenemos continuamente nuestra conducta sería caótica. Es por eso que nuestro cerebro suele desarrollar pequeños automatismos que responden ante un determinado estímulo. Así es que tenemos hábitos que nos ayudan, que son positivos, pero otros que nos perjudican claramente. Que si los eliminamos viviremos mejor.

Pondremos algunos ejemplos sencillos, pero que todo el mundo puede entender. ¿Qué has hecho al conectar el móvil esta mañana? Esto es un hábito. ¿Cómo convocas las reuniones? Esto también lo es. Y también lo es la forma en que respondemos a nuevas propuestas, de qué manera reaccionamos al reconocimiento o si abrimos más temas de los que cerramos. Todo esto, y muchísimo más son hábitos que nos ayudan continuamente y que, por supuesto, condicionan nuestra conducta y finalmente, nuestros resultados. La buena noticia es que los hábitos pueden modificarse, no son innatos. La mala noticia es que cambiarlos es duro. Mucho. Cualquiera que haya probado a dejar de fumar, por poner un ejemplo de los difíciles, sabe de qué hablamos.

Y es en este proceso de cambio donde muchas personas se equivocan y terminan fracasando. Porque la clave no está en hacerse propuestas ambiciosas, ni en marcarse una planificación detallada. La clave que marca la diferencia está en crear nuevos sistemas, nuevos procesos que acaben favoreciendo el cambio de hábito. Al final del camino, tenemos lo que repetimos. Un corredor que quiera tener grandes resultados no deja de entrenar porque la carrera ha terminado, esto sería fijarse sólo en el objetivo. Sin embargo, con la teoría del 1% no se trata tanto de marcarse grandes objetivos, que también se puede, como de ir introduciendo pequeños hábitos que provoquen la transformación total. No es cuestión de marcarse un número concreto de libros a leer, otro ejemplo, sino de convertirnos en lectores.

Y para ello necesitamos procesos, hábitos al final del camino, que nos ayuden. Por ejemplo, un cambio podría empezar por un ciclo parecido a: después de prepararme para dormir, inmediatamente me pongo a leer unos minutos. O otro; en cuanto suene mi teléfono, respiraré a fondo y sonreiré un momento. Empieza por cosas simples, aparentemente sencillas y sin demasiadas complicaciones. Recuerda, un 1% acumulado puede provocar un cambio determinante en tu vida.

Todo esto está perfectamente descrito en un libro fundamental si eres de quienes a principios de año se propone cambios: Hábitos atómicos, de James Clear. Si no lo conoces, esta tarde pasa por tu librería de confianza y pídelo. Y si lo conoces, un repaso seguro que te recuerda cuál es el camino correcto para el cambio. ¡Buen año!

Foto destacada de Katrina Wright en Unsplash